miércoles, 6 de junio de 2012

El 100% de la violencia política que se genera en las Islas se debe al nacionalismo.

Violencia política, por Joan Font Rosselló

 NACIONALISMO y violencia política son
un matrimonio indisoluble. Los hechos no
dejan lugar a dudas. Prácticamente el 100%
de la violencia política que se genera en las
Islas se debe al nacionalismo. Hasta el punto
es así que su máximo órgano de propaganda,
el diario Baleares, ha tenido que remontarse
a ¡doce años atrás! para encontrar
algún acto protagonizado por la derecha
que pudiera equipararse a las algaradas callejeras
de estos días. No se trata de violencia
a secas ni tampoco de violencia gratuita
sino de una permanente voluntad de emplear
la fuerza bruta para amedrentar e imponer
sus argumentos sobre la mayoría.
Llevan haciéndolo desde hace décadas, sobre
todo con el PP gobernando. Sin crisis y
con crisis, con catalán y sin catalán, sin recortes
o con recortes. Bajo las reivindicacionesmás
variopintas. Permanentemente. Los
hechos son irrefutables, por más que asalten

la consejería de Educación coreando eslóganes
como «violencia no» o por más que
el diario Baleares se rasgue las vestiduras
editorializando «violència mai» cuando no
hacen otra cosa que incitarla a diario.
El lector se preguntará si es causalidad o
no que el nacionalismo patrimonialice casi
en exclusiva esta violencia política. ¿Por qué
el nacionalismo y no otras ideologías? ¿Por
qué el nacionalismo es un semillero de violencia?
Sólo la corrección política al uso, la
que dice que todas las ideas son respetables
mientras se deje de lado la violencia, ha impedido
explicarlo con precisión. El nacionalismo
es una ideología no democrática en
esencia, un retroceso con respecto a los
principios de la Ilustración y las democracias
modernas asentadas sobre el imperio
de la ley. El nacionalismo es en sustancia
antidemocrático, o si lo prefieren, predemocrático
porque su proyecto político contradice
la comunidad de ciudadanos libres e

iguales en derechos que conforma una sociedad
democrática. El nacionalismo niega
esta premisa mayor, y por tanto él solito se
criminaliza cuando defiende derechos históricos
(lo que significa que los muertos
mandan sobre los vivos) o derechos colectivos
del Pueblo o de la Lengua, derechos que
se convierten en deberes de los ciudadanos
hacia ellos. El triunfo de las ideas ilustradas
fueron en realidad el triunfo del ciudadano
sobre la comunidad, sobre la tradición, sobre
la identidad. No es que éstas últimas dejaran
de influir sobre el individuo, sino que
dejaban de ser hegemónicas y obligatorias
para él.
La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos (TEDH) que desestimaba
el recurso contra la ley de partidos, recurso
que impulsaron Herri Batasuna y Batasuna,
dejaba bien a las claras el carácter antidemocrático
de todo el nacionalismo, no sólo
de sus lamentables medios sino también de
sus fines políticos. La violencia ha sido la

principal coartada del nacionalismo moderado
para defenderse de los que, a su juicio,
queríamos criminalizarles. Mientras el terror
político se convertía en la única línea de



El nacionalismo es
incompatible con la
democracia aunque
acepte sus procedimientos


demarcación entre ellos y los radicales, se
aceptaba mutatis mutandi la legitimidad de
los fines y del proyecto político del nacionalismo
en su conjunto (fascismo lingüístico,
proyecto colectivo que ahoga derechos individuales,
construcción de una comunidad
étnica...). La sentencia del tribunal de Estrasburgo
dinamita toda esta filfa argumental
al criminalizar no sólo el uso de la violencia
sino ¡también! el proyecto político del
nacionalismo. El TEDH deslegitima así las
ideas nacionalistas por ser absolutamente
contrarias a los principios éticos y morales

que deben prevalecer en una sociedad democrática.
De ahí la trascendencia de esta
sentencia. Hasta once veces los magistrados
europeos deslegitiman el fondo doctrinal
del nacionalismo al entender que encarna
«un proyecto incompatible con las normas
de la democracia», al «proponer un programa
político en contradicción con los principios
fundamentales de la democracia», al
propugnar un modelo de sociedad «en contradicción
con una sociedad democrática».
En suma, el Tribunal de Estrasburgo considera
que los nacionalistas moderados pueden
ser pacíficos, pero que la ausencia de
violencia no los convierte en demócratas.
Como señala Aurelio Arteta, la democracia
no sólo es un conjunto de procedimientos
sino también y fundamentalmente un «principio
normativo para organizar las relaciones
de poder de una sociedad desde la
igualdad y libertad políticas de sus miembros
». No son democráticos por tanto proyectos
que consagren la desigualdad en derechos
políticos por razones de etnia, clase
social o lengua. Tampoco lo son «los que defienden
la anterioridad y prevalencia política
–los mallorquines de pura cepa, digamos–
sobre la comunidad general de la ciudadanía
». O «los que asientan su programa
en unos derechos colectivos y del pasado
antepuestos a los individuales y del presente
». O los que defienden la instauración de
libertades políticas desiguales. O los que incitan
al enfrentamiento de sus gentes con su
programa de anexión territorial y de secesión.
O los que se creen que el territorio de
Mallorca es más suyo que de nadie.
El nacionalismo es incompatible con la
democracia aunque acepte sus procedimientos
formales. La violencia política y el
conjunto de actitudes antidemocráticas que
lo jalonan son por tanto la lógica consecuencia
de una ideología en sustancia no
democrática. Y si la mayoría de ellos no hacen
uso de la violencia, como hacen sus cachorros
más aventajados, es simplemente
por una cuestión de imagen, demasiado
conscientes de que la violencia es el único
límite que no toleran nuestras acomodadas
sociedades.

El MUNDO