jueves, 23 de agosto de 2012

Joaquín Sorolla en Ibiza en 1919














Mª LENA MATEU PRATS 

Varias piezas arqueológicas y etnográficas procedentes de Eivissa que se conservan, junto con determinada correspondencia y fotografías, en el Museo Sorolla, de Madrid, han servido de guías en la consulta documental –de hemeroteca y bibliográfica– para sacar a la luz una faceta poco conocida del insigne pintor valenciano, en este caso directamente relacionada con el patrimonio cultural isleño. De esta manera se accede también a su última percepción artística del Mediterráneo –septiembre de 1919–, protagonizada por nuestras costas, incluida una vista de la propia ciudad.

A finales de 1917, en una entrevista concedida al rotativo La Nación, Sorolla manifestaba que para concluir el grandioso proyecto costumbrista que, desde 1911, estaba llevando a cabo con destino a la Hispanic Society of America de Nueva York, tan sólo le quedaba pendiente desplazarse a las Baleares. Este viaje tenía previsto realizarlo en el mes de
febrero del año siguiente, al haberle comunicado Maura que era por entonces cuando en las islas florecían los almendros.

No fue, sin embargo, hasta avanzado el año de 1919, y tras haber finalizado los catorce paneles de su ´visión artística´ de las diversas regiones españolas, cuando embarcó rumbo a Mallorca (donde había sido invitado por el pintor Lorenzo Cerdà) y luego –desde allí–, a Eivissa; es decir, cuando por fin había dado por cerrado el específico recorrido por diversos lugares de la Península, en su búsqueda de trajes y tipos populares, de bailes típicos, festividades y todo cuanto pudiera considerarse representativo o castizo de cada zona (coincidiendo con el deseo de la Generación del 98 de revitalizar las costumbres y redescubrir los paisajes).

Así, el 20 de agosto de dicho año, José Costa ´Picarol´ ya anunciaba su inminente visita a Eivissa. Y pocos días después –concretamente el 6 de septiembre– Carlos Román se apresuraba a contestar una carta del propio Sorolla para facilitar y organizar su estancia entre nosotros. Bajo el membrete que le acreditaba como ´Diputado a Cortes´ por la isla, comenzaba ofreciéndole toda la información concerniente a la única fonda en que podía hospedarse («sin lujos ni confort moderno, pero con mucha limpieza, comida abundante y trato bastante bueno»), pasando luego a referirse al aspecto extrapictórico que, según se desprende, interesaba al artista de forma muy especial: las excavaciones arqueológicas que por esos mismos días se estaban practicando en el campo ibicenco.


Programa de actividades y bienvenida

Justamente era Carlos Román quien, como director del Museo Arqueológico de Eivissa, las estaba realizando y quien de esta manera ponía a disposición del célebre visitante la tienda de campaña que al efecto venían utilizando. Según a su vez le notificaba, él mismo se encargaría de hacer todo cuanto estuviera a su alcance para subsanar la falta de comodidades y para que esa experiencia le resultara lo más grata posible. De acuerdo con ello, le avanzaba la idea de sumar a esa actividad arqueológica una fiesta payesa, que le permitiría contemplar «los bellos colores de los trajes de las mujeres campesinas» y «las danzas del país», además de poder escuchar «conciertos» rurales «armados» igualmente en su honor. 

Todo con el propósito también explícito de que quedara «en su memoria la impresión de su estancia en nuestra tierra», como una de las más imborrables.
Cabe pensar que, junto a esos elegantes y hospitalarios ofrecimientos existiera también la lógica finalidad de que los asuntos tradicionales ibicencos se abrieran paso en la importante y ampliamente divulgada producción del pintor, subsanando al menos parcialmente el no haber sido elegidos, finalmente, para figurar en la aludida y magna obra de la Hispanic Society, de modo análogo a como, en los días previos a su llegada, la prensa local reconocía abiertamente el interés de que los bellos paisajes de la isla (acantilados de Sant Miquel, Vedrà e Illa de s´Espartà, manantiales de agua en las costas de sa Cala) pudieran reflejarse en sus lienzos, «fomentando con ello el turismo», riqueza poco menos que conocida -según se decía- por aquel tiempo en la isla.

Adelántandose en cinco y siete días a las llegadas de vapor que Carlos Román le había sugerido, Sorolla desembarcó el 11 de ese mes de septiembre, acompañado de su esposa, de su hija Elena, del pintor E. Ziess (¿Zeiss?), y de su discípulo y colaborador Santiago Martínez. Momento desde el cual los cronistas ibicencos se harían eco, tras una acogedora y halagadora bienvenida, de todos cuantos actos protocolarios y actividades fueron sucediéndose para homenajearle.

Conducidos por el alcalde de la ciudad (Juan Hernández), por el mencionado Diputado a Cortes (Carlos Román), por el Secretario del Ayuntamiento (Juan Matutes), por el Archivero de la Catedral (Isidoro Macabich) y por el fotógrafo y pintor Narcís Puget, los recién llegados comenzarían visitando la Catedral, el Museo Arqueológico y la necrópolis del Puig d´es Molins, realizando luego, algunos de ellos, ya por la tarde, la también acostumbrada excursión al pueblo de Jesús para admirar el valioso retablo gótico de su iglesia parroquial.
En los días siguientes tendrían ocasión de embarcar en el Salinas para sentirse sobrecogidos (tal como expresó Sorolla), desde la pequeñez de ese vapor, ante la majestuosidad del Vedrà (en un trayecto tempestuoso que inspiraría a Narcís Puget uno de los relatos de su guía romántica sobre Eivissa), así como de asistir a las señaladas excavaciones arqueológicas.


Jornadas arqueológicas

Refiriéndose a éstas últimas, la prensa se encargaba de transmitir la gozosa impresión que había supuesto para Joaquín Sorolla y acompañantes presenciar el descubrimiento de un sarcófago, asimismo con «algunos valiosos objetos de cerámica» en su interior. Descubrimiento efectuado en la finca Can Cardona –situada en un pequeño cerro a la derecha de la carretera de Eivissa a Sant Josep, a unos 8 km. de la ciudad– y cuyo ajuar, en conformidad con Fernández Padró y Gómez Bellard, se fecha claramente en el siglo IV a. C. Días más tarde visitarían «el Jundal» (sic) o Ca na Jondala (datada, básicamente, en el mismo siglo), recorriendo los lugares próximos donde también se practicaban «los trabajos de prospección arqueológica, admirando las bellezas del paisaje y deteniéndose largo rato en el examen de los hallazgos, entre los cuales figuraba una bellísima estatuita fenicia» que cabe pensar procedería de Ca n´Ursul, algunos centenares de metros al noroeste de sa Caleta.

En directa relación con esas actividades está el interés mostrado por Sorolla para que el Museo Arqueológico –uno de los lugares que más le complació visitar– fuera llevado a la Marina, instando a Carlos Román para que pusiera todo el empeño en ello, sin olvidar, lógicamente, la presencia de este tipo de objetos procedentes de Eivissa en su colección particular, que –ateniéndonos al contexto de la época– debió aceptar como obsequio de sus generosos anfitriones. Al parecer, un ungüentario y una lucerna ática, de los siglos II y V a. C., respectivamente (J. Ruiz – P. San Nicolás). Y con toda seguridad, la pieza que se ha destacado como auténtica joya del legado fundacional del Museo Sorolla: una terracota de la diosa Tanit alada, procedente de la cueva d´es Cuieram, fechable, por su parte, entre los siglos IV al II a. C.


El costumbrismo ibicenco

Una vez finalizada la jornada arqueológica, Carlos Román agasajó a sus ilustres huéspedes con un almuerzo y, acto seguido, con la anunciada fiesta payesa, que resultó muy concurrida, y en la que no faltaron las al·lotes ricamente ataviadas, «los cantos típicos del país» ni «el clásico baile» que –atendiendo al comentarista– llamó extraordinariamente su atención. Antes de emprender éste el regreso a la ciudad «fue saludado con armas de fuego, aclamándosele y vitoreándosele con entusiasmo». Y hasta llegar a su destino (la fonda u «Hotel la Marina»), «fue acompañado [€] con los acordes de clásica flauta payesa, tambor y castañuelas».

Todo un despliegue, como puede apreciarse, de exhibición folclórica y de la que, sin embargo, no hemos identificado huellas en la producción artística del afamado pintor. Aunque las piezas etnográficas que a su vez se llevó como equipaje representativo del patrimonio cultural isleño quizá están indicándonos la opción de indumentaria tradicional que más pudo interesarle reproducir en sus lienzos. Nos referimos a la ya por entonces fosilizada gonella negra en su variante de rosario o emprendada de plata y coral. De hecho, la ´mostra´ bordada de un davantal y un rosario de las referidas materias (de la misma tipología, por cierto, que el reproducido por Tur de Montis en varios de sus lienzos, también de su colección particular) son las aludidas piezas de carácter etnográfico que hemos podido reconocer en los fondos del Museo Sorolla, gracias a las facilidades con que, recientemente, se nos ha permitido acceder a los mismos.

En este sentido, si a los pintores -y artistas en general– suele reconocéreseles como pioneros en la búsqueda, identificación y colección de bellos o interesantes objetos -dada su especial sensibilidad y/o específicos conocimientos–, Sorolla sería uno de los que más testimonios materiales de la cultura popular llegó a poseer, ya fuera adquiriéndolos personalmente o recibiéndolos como regalo en los distintos y numerosos lugares que visitó a lo largo de su vida profesional, sobre todo a partir del aludido encargo costumbrista de la Hispanic Society. Recordemos, además, su vinculación con la Institución Libre de Enseñanza y la consiguiente valoración de las referidas manifestaciones que –junto a otros aspectos– caracterizó esa avanzada corriente cultural.


Francisco Alcántara y Santiago Martínez

Teniendo en cuenta que, para dicho encargo, Sorolla tuvo a Francisco Alcántara (el fundador de la Escuela Madrileña de Cerámica) como asesor en la oportuna selección de aquellas zonas de España de mayor interés etnográfico, podemos considerar su viaje a Eivissa como un prestigioso precedente del que, ya a principios de los años treinta, realizarían los propios miembros de esa Escuela madrileña para desarrollar su curso estival en Santa Eulària, siguiendo a su vez los métodos educativos de la Institución Libre de Enseñanza. Circunstancia que, salvando las considerables distancias artísticas, nos permitiría equiparar a Santiago Martínez, el notable discípulo que acompañó a Sorolla en 1919, con aquellos alumnos, de desigual destreza, que en esa otra ocasión se desplazaron igualmente hasta aquí, movidos fundamentalmente por el deseo de recoger testimonio de la indumentaria tradicional.

Y es que –como ya hemos tratado en otro escrito, también en La miranda– a Santiago Martínez se deben unas magníficas representaciones de la payesía ibicenca que quién sabe si vinieron intencionadamente a paliar la laguna que, al menos por las obras conocidas, dejó en este aspecto Sorolla. Según recordaba ´La Voz de Ibiza´ el 31 de marzo de 1922 (en un artículo firmado por un tal ´Port-Many´, tal vez ya un Antoni Marí Ribas de 16 años...), aquel pintor sevillano se deleitaba contemplando las puestas de sol en nuestra campiña, cuando las payesas, con los faldellines «de bayeta grana al descubierto», volvían a sus casas al acabar la jornada. Toda una prueba de la atracción que sobre él ejercía esta faceta popular de la isla y que sería compartida por otro pintor asimismo perteneciente al círculo íntimo de Sorolla, Fernando Viscaí, seguramente el más apasionado admirador del aparente arcaísmo con que las mujeres vestían aquí «a la usança de la campanya».

Si a todo ello añadimos la especial inclinación que el mismo Sorolla confesó haber sentido por la ruralía ibicenca, podríamos imaginar que fueran los correspondientes temas populares los que principalmente se habría propuesto reflejar en sus lienzos al volver –según prometió– al año siguiente a la isla, de modo similar a como también pudo animar a otros pintores nativos que avanzaran en el camino costumbrista y artístico en general, como haría J. Tarrés tomando, precisa y curiosamente en este caso, a Santiago Martínez por modelo a seguir.


Sueños rotos

Tal vez incluso en función de la complacencia que despertó Eivissa en Sorolla podríamos explicar no sólo su interés por averiguar a cuánto podía ascender el valor de toda la isla, sino también su arrogancia al calcular que, con la fuerza y los años que aún le quedaban de vida, podría hacerse con ella entera, gracias a los cuadros que pintaba.
Sin embargo, serían esos días estivales pasados aquí los que, sin él saberlo, le habían permitido pintar su amado Mediterráneo por última vez, llenándole los ojos –en otra especie de apropiación o coleccionismo– «de azules, de rocas duras, de espumas y de cielos blandos», según ha señalado, poéticamente, Vicente Valero. Un acopio de isla que trasladaría a sus lienzos con las brillantes e incomprensibles pinceladas de luz de las que hablaba Santiago Martínez a los propios ibicencos (como demuestra, por ejemplo, la luminosidad casi cegadora de ´Los contrabandistas´ o la mucho más suave y crepuscular que eligió para plasmar la ciudad de Eivissa).

En una templada mañana madrileña de 1920 un derrame cerebral rompería todos sus sueños, impidiéndole proseguir su triunfal carrera artística. Al producirse finalmente su fallecimiento, el 10 de agosto de 1923, Eivissa quiso estar representada, humildemente, entre las nuerosas muestras de admiración y afecto que le despidieron.
No faltó tampoco, algo después, la nostálgica evocación de «los Sorolla» y de «los Martínez», por parte incluso de los ibicencos en Cuba (F. Vilàs). Y recientemente, testimonios materiales de la indumentaria tradicional de la isla han emprendido viaje hacia el Queen Sofia Spanish Institute de Nueva York, formando parte de la exposición ´Joaquín Sorolla & the Glory of Spanish Dress´, tal como pensamos desarrollar –junto con Mª Antonia Herradón– en un próximo artículo.